
Centenares de luces titilantes adornan la cuesta final del cerro Pan de Azúcar como si formaran un collar resplandeciente. Por eso las últimas luces que se ven en el tope de la montaña, las cuales conforman el barrio más empinado de esa ladera oriental de Medellín, tienen un nombre especial: El Faro.
En esta zona, habitada por 334 familias -unas 1.700 personas-, se formó, a cuenta gotas desde 1996, un barrio de campesinos desplazados por la violencia, provenientes de las subregiones de Antioquia y de los departamentos cercanos.
Por eso, a pesar de ser una zona urbana, El Faro más bien parece una finca comunitaria, con cultivos de pan coger en sus esquinas, vecinos de sombrero, machete en el cinto y vacas, gallinas y caballos.
“La mayoría de habitantes somos campesinos, por eso hay tanto arraigo por la tierra, porque ahora es lo único que tenemos. A los desplazados los sacaron de sus fincas y por eso varios lotes están rodeados de matas de frijol, maíz y café”, apunta Róbinson Diosa, presidente de la Junta de la Acción Comunal.
Después de mejorar las viviendas, luchar por el reconocimiento del barrio y sobrevivir lejos de la oferta institucional -pese a que la Alpujarra y el Coltejer se ven cerquita desde el alto-, la comunidad de El Faro batalla desde hace seis años por un sueño: una sede para el encuentro colectivo. La lucha apenas comienza.
Como la mayoría de barrios populares de Medellín, El Faro nació y se expandió de manera informal, rancho a rancho y ladrillo a ladrillo. Hace 22 años llegaron los primeros pobladores y armaron posadas con madera, plástico y cartones.
Cuenta Libardo Zapata, de 67 años y desplazado de Riosucio (Chocó), que en los primeros años del caserío era muy difícil caminar. “¡Señor bendito!, nos tocaba bajar casi que sentados”, recuerda.
La casa de Zapata, de paredes de madera, techo de lata y piso de tierra, está rodeada de cultivos de banano, café, frijol y maíz. Estira su brazo por una de las ventanas y alcanza un racimo de plátano.
“Cuando vivía en el campo trabajaba la tierra, esa era mi vida en un tiempo hasta que por la violencia nos tocó venirnos. Trato de recordar esa vida porque uno no puedo olvidar lo aprendido”, reseña.
Oscar Darío Zapata Londoño, de 51 años, natural de Yarumal y también víctima de la guerra, es vecino de Libardo.
Era labriego en su vereda y ahora es líder comunitario de El Faro. Acota que pese a la ausencia del Estado, el barrio se transformó muy rápido por el empeño de los vecinos. De cambuches improvisados pasaron a casas de ladrillo.
“La violencia nos trajo a muchos hasta estos lugares. Hemos luchado porque nos han desconocido y necesitamos recomponer nuestros espacios”, anota.
En eso coincide Diosa, quien señala que apenas en diciembre pasado la Administración Municipal les reconoció la personería jurídica de la junta. “Otra lucha es el acueducto comunitario, pero lo urgente es tener algo donde nos podamos encontrar”.
Hasta hace dos años un padre anglicano daba misa en una casita de madera improvisada, en uno de los costados del barrio. Ese sitio, desde entonces, pasó a llamarse la Capilla. Pero el religioso se fue y dejó el espacio abandonado. A pesar de que la comunidad pintó las tablas y decoró con grafitis, el entablado amenaza ruina.
“Es el ágora de conocimiento y saber”, dice, con propiedad, Óscar Zapata.
“Se une toda la comunidad. Es un espacio que junta los niños, los jóvenes y los adultos mayores. Los sábados cada 15 días tenemos educación para la paz, para que los jóvenes no se vayan tan mal formaditos, y al otro sábado, realizamos ‘Cine al barrio’”, acota. También se realizan las reuniones de la junta comunitaria, todos los domingos.
Ante el mal estado de la estructura, El Faro comenzó en 2012 a recaudar dinero para construir una nueva sede.
El proyecto empezó en un lote de la Administración, en pleno Camino de la Vida, una ruta del Jardín Circunvalar que era el proyecto de la Alcaldía pasada para contener la expansión en el borde rural.
Allí tenían presupuestada una escuela de saberes populares para la transmisión de conocimientos entre generaciones, pero la falta de licencia urbanística detuvo la obra.
Desde entonces, los esfuerzos se concentraron en el predio de La Capilla.
“Arrancamos como un caballo de carreras y en un momento nos paralizamos. Se enfermó el caballo. Tuvimos que desensillarlo para poder continuar”, lamenta Óscar Zapata.
En talleres de imaginarios, con el acompañamiento de organizaciones no gubernamentales, la comunidad plasmó su deseo de erigir una estructura en guadua.
Isabel López, magíster en gerencia de empresa social y quien asesora a la comunidad, precisa que después de los talleres el valor de la obra se redujo a 30 millones de pesos.
Para ello crearon un crowdfunding que es una plataforma digital en la que se pueden realizar aportes para iniciativas (puede visitar la web http://vaki.co/vaki/PonemosPaElFaro). Para la sede de El Faro, la contribución arranca en 9.000 pesos y ya tienen recaudado un millón de pesos.
“La gente renunció a sus sueños individuales, acá son sueños colectivos por la sede y el acueducto”, sostiene López.
Juan Miguel Gómez, fundador de la Cooperativa de Arquitectura y quién aportó los diseños de la sede, cuenta que este nuevo centro mejorará las condiciones para el encuentro. Señala que es rápida de hacer -no más de dos semanas-, y que servirá como laboratorio de aprendizaje.
Tendrá fundaciones en concreto, teja metálica y cerramientos livianos.
“La guadua permite capacidades técnicas, además de que se adapta al paisaje y a la naturaleza del sector. Este es un barrio de hacedores, de maestros de obra y constructores, entonces podrán experimentar con las formas”, reseña.
El anhelo es conseguir pronto los recursos para alcanzar a rezar la novena de Navidad en la renovada Capilla. Una lucha con las manos cuarteadas campesinas que, pese a la lejanía de sus terruños, se aferran con alma, corazón y sombrero a sacar adelante ese caserío titilante que adorna la ladera de Oriente. Por eso, la del Faro es una lucha para poder encontrarse.