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Cada acorde rasgado en la guitarra es una caricia para Luis Sierra, que escucha la melodía acostado en la cama de hospital, olvidándose del dolor en su pie derecho. Con la música brota una sonrisa de su rostro trigueño y, cuando el cantante lo hace cómplice de la canción mencionando su nombre en medio del coro, suelta una risa y suspira aliviado.
En la habitación B0341 del Pablo Tobón Uribe, en Medellín, también está su abuela y un amigo, los dos acompañantes que también disfrutan de la puesta en escena de Julián Granada, un multinstrumentista de 33 años, que ya lleva 10 de ellos dedicado a ofrecer musicoterapia en 11 centros de salud de la ciudad.
Es un hombre flaco. Con 58 kilos, la ropa le cuelga y la guitarra que lleva encima sobresale por su bajo peso, hecho que compensa con un tonelaje de carisma para ganarse a pacientes y enfermeras. A las últimas porque suele reunirlas en los pasillos para cantar con ellas y ayudarlas a liberar la tensión que cargan por las horas de trabajo.
Un estudio de la Universidad Ces (2010) titulado “Efectos de la terapia de la risa en la enfermedad”, concluyó que “los pacientes hospitalizados tienen un nivel de estrés importante, lo que afecta negativamente procesos fisiológicos como la respuesta inmune (defensas), glicemia o presión arterial”.
Para combatir este problema, como terapia de apoyo, la música es solo uno de los actos que presentan a diario en hospitales del Valle de Aburrá. En salas de Pediatría, por ejemplo, no faltan las risas por cuenta de los clown (payasos) o de otros artistas que llegan disfrazados a compartir lecturas o juegos con la única intención de mejorar la calidad de vida de los enfermos.
La carretilla médica que arrastra Julián por el piso seis del Pablo Tobón es anómala. No está cargada de guantes de látex, tapabocas, tubos de ensayo o rollos de gasa, sino que lleva otros insumos: una flauta diminuta, otra mediana y una grande; cartillas de lecturas; y un objeto metálico del que todavía desconocemos su uso.
Camarada de las enfermeras, que lo conocen y lo aprecian, el músico que heredó la vocación de su madre, entra a la habitación de Luis por segunda vez. Luego de una breve presentación, aunque sus caras ya se habían encontrado, comienza su terapia soplando una armónica.
Pocos minutos después, ante la mirada hipnotizada de los acompañantes, Julián toma dos baquetas y comienza a tocar el metal de aquel instrumento extraño, del que cuenta, lleva por nombre “tambor de corazón”, y tiene una aleación de 25 metales que al golpearlos sueltan notas que relajan.
“El silencio sana, pero en exceso genera unos limbos de ansiedad a la espera de un diagnóstico”, expresa el músico una vez sale del cuarto de Luis.
Bajo esa premisa lleva trabajando 10 años y hace tres creó la Fundación La Aldea, con la esperanza de que otros interesados en el tema de la musicoterapia se unieran a su causa.
Aunque no tiene un cartón que lo certifique en el tema, ha leído del asunto hasta el punto de terminar convenciendo a médicos y pacientes de las virtudes de su terapia.
“Les ayuda a los enfermos a olvidar el encierro y el dolor. El efecto es todavía más positivo en las personas que llegan sin acompañante, es una labor admirable que a veces también nos sirve hasta a quienes hacemos parte del personal médico”, anota Flor Giraldo, enfermera jefe del hospital.
Luis no tiene más que agradecimiento para el músico, pues ni se fija en el vendaje que cubre la herida de su pie y el dolor pasó a un segundo plano. “Es una vaina que lo lleva a uno a otro lugar”, dice, mientras señala al tambor, como lo mejor del acto, y a la pequeña flauta, que le recordó el sonido de los pájaros.
Al principio, Julián solo entraba a habitaciones con enfermos sin padecimientos complejos, después decidió ingresar a llevar su música a las unidades de cuidados intensivos.
En una intervención puede tardar 10 minutos, como también puede demorarse una hora, dependiendo del ánimo del paciente y siempre respetuoso de quienes no desean abrir sus puertas.
“Trabajamos con personas en estado de coma, con accidentes cerebrovasculares; es decir, solo tenemos el límite de los internados en estado de aislamiento. Nunca dejamos de estudiar cómo responde el cerebro ante la estimulación que hacemos”, comenta.
Usa el plural porque a pesar de que muchas veces está solo, en ocasiones se une a él una trabajadora social. Eso sí, reconoce que encontrar acompañantes ha sido complicado. Alguna vez invitó a dos artistas que no volvieron junto a él porque no soportaron ver el sufrimiento de pacientes en Pediatría.
“Esto no es para cualquiera, tiene un perfil, no se trata de tener un corazón duro sino de armarse de paciencia y entender que la música puede ayudar a aliviar los dolores”, subraya.
Su misión le deja todo tipo de historias, desde las felices, como cuando le cantó “El negro Cirilo” a Celeste, una niña de dos años antes de que ingresara a cirugía, en la que le extirparon el 70 % del hemisferio izquierdo del cerebro.
Tras la anestesia volvió a cantarle la misma canción y como tuvo por respuesta una sonrisa, aún lo hace cada tanto, aunque ya pasaron cuatro años, pues generó con ella un lazo de amistad.
Hay otros episodios más difíciles, como el de otra niña de 13 años a quien Julián le cantó hasta que se apagaron sus signos vitales.
“Me dijo que la ayudara a morirse, quería que todos salieran de la habitación. La señal que me dio fue que por cada canción le iba a salir una lágrima, que era la señal de que estaba escuchando, y mientras yo estaba tocando la canción, murió. Yo no paré, seguí con la melodía hasta el final, cuando ya la máquina pitaba indicando el desenlace”.
Este músico no tiene ni la más mínima intención de remplazar a un médico, pero por el cariño que le tienen en los hospitales que visita, por los pasillos es común cuando lo llaman “doctor”.
La doctora Magicolor y el doctor Compás cargan siempre en sus mochilas con varias de sus narices de colores. Nunca se sabe cuándo tendrán que ponérselas y sacarle una sonrisa a un niño, un adulto o un anciano.
Sus nombres reales son Carmen Rico y Leandro Ceballos, pero cuando van a los hospitales públicos de la ciudad dejan estas identidades atrás, pues solo hay espacio para interpretar el personaje que representan como parte del equipo de la Fundación Doctora Clown en Medellín.
En total, aparte de artistas y coordinadores, son 70 voluntarios que tienen su propio clown hospitalario y van cada fin de semana alegrando a los pacientes de la ciudad.
El año pasado, la creadora de esta organización que funciona hace 20 años en Colombia (hace siete en la capital antioqueña), Luz Adriana Neira, fue premiada por este diario en la categoría infantil de EL COLOMBIANO Ejemplar.
Para explicar un poco lo que hacen, podríamos citar la frase del médico inglés Thomas Sidenhman, en el siglo XVII: “Es más benéfico para el pueblo la llegada de un payaso que una caravana de remedios”.
Porque si bien muchos asocian la terapia de la risa a Hunter Doherty “Patch” Adams, cuya labor se hizo famosa con la película protagonizada por Robin Williams, del tema ya se hablaba desde la Edad Media.
El doctor Compás cuenta que además de los hospitales también trabajan en cuatro hogares geriátricos de Medellín. Su trabajo no se limita solo a los niños, sino que pueden visitar enfermos de todas las edades.
“Pero sí tenemos un enfoque distinto al de un payaso normal. No podemos llegar a hacer malabares, a jugar con fuego o monociclos. Adaptamos el clown al hospital, más humano y tranquilo, de escuchar. Improvisamos conscientemente, de manera dirigida”, explica.
Ni preguntan cuál es la enfermedad del paciente ni cuánto tiempo lleva internado. También evitan el contacto porque al ir, de habitación en habitación, hay que evitar la propagación de bacterias.
Al principio la doctora Magicolor le tenía pavor a los clown, por eso decidió ser una amigable, que también dedica sus tiempo para recordarles a médicos y enfermeras, cuando los ve muy enojados, por qué escogieron su profesión.
A veces se enfrentan a adultos “gruñones”, revela Compás, o a ancianos a quienes es difícil hacer reír, pero tienen repertorio para todo, por eso mientras que a los más veteranos les llegan con poesías, boleros y chistes, a los niños los atrapan con globos y magia.
La misión tampoco es sencilla, porque los doctores clown, así como el músico Julián, tienen la tarea de lograr relajar a quienes van, por ejemplo, a ingresar a una cirugía, o para distraer a los niños que mientras ríen apenas si notan que los canalizaron o les aplicaron una inyección.